martes, 18 de mayo de 2010

Función de sentimientos.

Los espectadores van llenando poco a poco la sala. “Por favor, desconecten sus teléfonos móviles y vayan ocupando sus asientos, la función comenzará enseguida”. Se hace un silencio sepulcral… Se abre el telón y se encienden los focos. La figura de un mimo puede distinguirse entre las sombras.

-Buenas noches, damas y caballeros. Puedo suponer que estarán aquí para ver algún tipo de monólogo desternillante o una obra teatral que pueda evadirles por un momento de nuestra cruda realidad. Pero déjenme que les defraude por hoy y sobre todo, presten mucha, muchísima atención a la historia que voy a contarles. ¿Conocen África? Un lugar realmente bonito, la verdad. Cuando era joven pase un verano entero allí, yendo de pueblo en pueblo con un solo cometido: conseguir sacarles una sonrisa a unos niños, que pudiera hacer su vida algo menos miserable. En una de las aldeas conocí a Motcho, una chica de no más de doce años con la responsabilidad y madurez de un adulto. Tenía un brillo de ambición en la mirada que nunca dejó de sorprenderme. Ambición por aprender cosas nuevas y poder llegar a ser algo más en la vida. Ambición por conocer lo que no podía ver desde su casa y por salir de su aldea. Se puede decir que yo, con mis diecisiete años recién cumplidos me enamoré del espíritu de esa niña y es que, dándole clases a ella, era yo quien aprendía más de los dos. Le tenía verdadera admiración. Pasábamos juntos horas enteras, leyendo libros, contándonos historias o simplemente, trabajando en silencio. La pobreza y decadencia de la zona en la que vivía solía entristecerme bastante, pero a su lado todo parecía un poco menos malo, distinto, ajeno a la realidad que nos rodeaba. Motcho solía contarme anécdotas de su día a día en el colegio, cuando el trabajo no le impedía ir. Me hablaba de sus compañeros, de sus profesores y de todas las cosas nuevas que aprendía. Siempre hablaba de una amiga suya, que vivía con una familia acomodada, dentro de las posibilidades del país, claro está. Cuando Motcho pasaba hambre siempre me decía: “Ninette come pollo dos veces a la semana. Yo nunca he probado el pollo.” Verla pasar hambre, soledad o tristeza hacia que se me encogiera el corazón. Tres días antes de mí partida de la aldea empecé a preguntarme qué iba a pasar después. Tenía que volver a España, pero algo esencial me retenía: Motcho. Tampoco tuve mucho tiempo más para dudar. Una mañana mientras íbamos a por agua nos encontramos con una disputa entre dos hombres. Algunos más se habían sumado a la discusión defendiendo a una u otra parte. Todo pasó muy rápido. Se empezaron a repartir palos. Yo intenté prevenir a Motcho, pero era demasiado tarde. Estaba en medio de la pelea. Un hombre la empujó sin querer. Motcho cayó al suelo dándose con una piedra en la cabeza. De repente todo quedó en silencio para mí. Me acerqué a su cuerpo inerte y la cogí. Chorreaba sangre. Me desmayé. Lo primero que vi después del incidente fue una sala bien iluminada. Estaba en mi habitación. Me contaron que Motcho había muerto por un traumatismo craneoencefálico grave, y que la habían diagnosticado el virus del VIH. Muy probablemente la habían violado no hacía mucho. No podían hacer nada ya por ella. Salí a la calle sin saber bien para qué. Fui a su cabaña. Su madre lloraba desconsoladamente tendida en el suelo. Iba a acercarme a ella, pero no me atreví. Me di la vuelta y huí como un cobarde. Corrí hasta el único teléfono de la aldea e hice una llamada. Lo único en lo que podía pensar era en ese momento era en ella… Colgué y me volví a mí cabaña, a hacer la maleta. Los días que quedaban hasta mi partida los pasé tumbado en la cama, sin apenas comer ni beber. Solo mi último día salí a la calle para despedirme. Me encontré por el camino a los amigos y conocidos. De repente, noté como alguien me tiraba de la camisa. Me di la vuelta y ahí la vi. Era Salomé, la hermana pequeña de Motcho, su viva imagen. Me sonrió y dijo: “¡Álvaro, Álvaro! ¿Sabes qué? Mamá ha dicho que podremos poner flores bonitas para Motcho. ¡Y además vamos a comer pollo!” Se me llenaron los ojos de lagrimas y la abracé. Al menos los pocos ahorros que tenía en el banco habían servido para algo.- Hay un silencio sepulcral en la sala, se oyen algunos sollozos.- Lo siento, de verdad. Siento haberles amargado la noche, pero esta es la realidad del mundo. Mientras en este planeta haya un niño que sufre, seguirá siendo algo incompleto, imperfecto. Un granito de arena, es lo que puse yo. Pero que les voy a decir a ustedes, no soy más que un pobre mimo. Aunque bien es verdad, que granito a granito se hace una montaña. Ahora es su turno para hacer las cosas bien, o simplemente seguir como están. Yo solo he abierto una puerta, y es decisión suya entrar por ella o no. Muchas gracias a todos.
Nuestro protagonista hace una reverencia. El teatro estalla en aplausos. Se cierra el telón y se apagan los focos.



PD: Perdonad la ñoñería, es un texto que presenté para un concurso del colegio, con tema propuesto :)

1 comentarios:

Smily dijo...

Ganaste, ¿verdad? Tenías que ganar...
Bua, en serio, me has tocado el corazón con este texto. Yo no soy de llorar con pelis, libros o similares, pero leyendo esto me ha costado contenerme.
¡Un besazo!

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