jueves, 6 de agosto de 2009

¿Almas gemelas? No, gracias.

Mostrarme indiferente ante todo este asunto no era más que otra forma de reducir el dolor y crear una invisible barrera en mi corazón, pensé. Estaba sentada mirando al mar. En él personas desconocidas celebraban su felicidad incierta, solos o en compañía. Tenía un libro en mis rodillas pero me era imposible concentrarme durante más de dos líneas seguidas. Por esto, y para paliar la inseguridad de mis pensamientos, decidí ponerme a escribir en un pequeño cuaderno que siempre llevaba conmigo. Éste, al ser mi única via de escape de la realidad, estaba repleto de escritos en los que expresaba de la forma más concisa posible, mis vulnerables sentimientos y problemas. Miré hacia el mar. En la orilla había conchas y piedras de diferentes tonalidades. Mis pensamientos se dirigieron de repente hacía mi casa, mi habitación. Más concretamente, mi armario. En él, dentro de una caja rosa con dibujos de cupidos, estaba esa pequeña concha blanca que había recogido, meses atrás de una playa similar a la que me encontraba. No es nada fácil encontrar dos conchas iguales y menos en playas distintas. Pero yo lo hice. En el momento en el que, mientras observaba todas las que había recogido, me di cuenta de que era identicas, pensé en él. En la persona que, en ese momento, solía ocupar la mayoria de mis pensamientos. Decidí que sería un regalo para él. En la mia escribí nuestras iniciales y la guardé en el monedero. La otra, dado que iba a regalarsela, la metí en una cajita entre algodones, con miedo a que se rompiera. Inconscientemente, al regalarle una de las conchas gemelas, era una forma de paliar las diferencias que existian entre nosotros. Eramos completamente diferentes. Noche y día, luz y oscuridad, blanco y negro. Quizá por eso me gustaba tantisimo. Suspiré. Esos recuerdos no eran dolorosos, pero tampoco me agradaban, ya que desgraciadamente eran solo eso, recuerdos. Undí mis pies en la arena y miré hacía el mar. La marea había subido considerablemente en solo un momento. Un niño se me acercó.
-¿Qué haces?
-Escribo- Le contesté sin mirarle.
-¿Eres escritora?- Dijo muy serio.
-No- Se me escapó una sonrisa.- Pero cuento historias con sabor a caramelo.
-¿Con sabor a caramelo?¿Cómo tu sonrisa, entonces?
Le miré muy sorprendida.
-Si
-¿Me cuentas alguna?
-Claro- Sonreí.
Se sentó a mi lado. Miré al mar y suspiré. Cerré mi cuaderno y empecé mi relato.
-¿Conoces el cuento de Caperucita de Colores?- Le pregunté sonriendo.

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