viernes, 25 de diciembre de 2009

Mordiscos de sociedad.

Niebla. Una farola es toda la iluminación que sustenta a una pequeña y maloliente calle de Londres. La luna, en cuarto menguante, se oculta levemente entre las densas nubes. Un hombre y una mujer caminan cogidos por la cintura. Su cara es apenas visible por un sombrero de copa. Ella, con una ropa demasiado escueta para el frio que hacía en ese momento, se rie nerviosamente a consecuencia de unas copas de más. Se dirigen hacia un pequeño apartamento que él habita en el que, descuidadamente, guarda algo más que enseres personales. La majestuosidad de la cúpula de la catedral de San Pablo puede ser apreciada entre la niebla y las ligeras gotas de lluvia. En un arrebato de pasión, él la empuja contra la pared mientras la besa. La envuelve en su capa oscura y sonrie haciendole una caricia con la mano. Ella, pensando que ha obtenido el premio gordo, se deja hacer sin abandonar su sonrisa. Sin esperarlo, el hombre saca de dentro de su capa un cuchillo de carnicero y la amenaza con él. La mujer, cambiado su expresion, intenta desasiarse sin éxito. En medio del forcegeo, consigue hacerla un profundo corte en la muñeca derecha, que empieza a sangrar abundantemente. Los gritos de ella pueden oirse a metros de distancia pero nadie acude en su ayuda. Inserta el cuchillo tres veces en su pecho hasta dejar que se caiga en la acera, donde su sangre se esparce lentamente entre las baldosas de piedra. El hombre huye lentamente riendose por lo bajo y sin limpiar el cuchillo, dejando el cuerpo en medio de la bruma.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Luciérnagas de felicidad

-Sinceramente creo, señorita- dijo inclinandose hacia ella- que es peor el remedio que la enfermedad.- Las manos nerviosas de su acompañante se introdujeron en una pequeña maleta de cuero ajado.- Asique, ¿porqué no me pone las cosas fáciles, se toma una cucharadita de este veneno y nos dejamos de tonterias?
Ella sonrió sarcásticamente.
-¿En serio se piensa usted que soy tan estupida? Si hubiera atendido mínimamente a mis delicados movimientos sabria que, dentro de mi guante, tengo este pequeño bote con cierta sustancia y que le maté hace diez minutos.

Los ojos de él se abrieron rápidamente, recorriendo con la mirada primero a la chica y más tarde la taza donde quedaban algunos posos de té. Subitamente, se llevó ambas manos al cuello y sus labios se amorataron. Unos segundos más tarde estaba rígido, tendido en el suelo. Veronica agarró con delicadeza la pequeña campana dorada que habia sobre la mesa de té y llamó a su criado. Éste apareció diligente y, sin mirarla, agarró de la pierna el cadaver y lo llevó hasta la cocina, de la cual llegaba un ligero aroma a caldo en su punto, preparado para verter en él la carne del asado.